7 de febrero de 2016

Se empieza, en un despacho de un Departamento de Filosofía de la Ciencia de una universidad más bien provinciana, negando la neutralidad de los hechos, su pureza, objetividad,  prístina contraposición. Se sostiene que unos someros sense data no bastan para decidir, para fundamentar verdades o experimentos. Lo privado nunca ascenderá a público. Denuncian que es una falacia pretenderlo, que un collage de resonancias magnéticas cerebrales nunca producirá un mapa correcto del mundo, gracias al cual los espíritus puedan orientarse, en la teoría y en la acción. No encontrarás hechos sin la inyección de las interpretaciones, de los intereses y las eventuales anteojeras. Ahí está el pecado que inficiona la verdad, celebran. Pero interpretación es creación, construcción de lo que es, de un texto y un mundo. Finalmente, es su triunfo, el hecho no se distingue de la fabricación de una mentira, que se impone con la fuerza bruta de esos mismos hechos que se negaron. Se cambió el régimen de la verdad, desde un ahi afuera, sostenido por un dios o no, hasta el decreto de una voluntad, sostenida por una escritura. Un edificio en apariencia sólido y luminoso, así se quiere que lo vean los ojos y que lo acepte el entendimiento, minado en verdas, ruinoso en promesa, ha ennoblecido, para perjuicio de los seres, lo que debió comenzar siendo un juego en un pequeño despacho. Minnesota, quizás.

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