13 de enero de 2016

Aristipo Masoch, asceta errante y púdico,

oriundo de Tahal, un lugar clavado en la zona más remota y salvaje de los Filabres almerienses, fatigaba su cerebro en vanas ensoñaciones. Una de ellas consistía en que el gobierno, por fin, abría la línea férrea que conectaba la sierra con la playa. Se acercaba en su peregrino fantasear la memorable jornada en que podría tomar, en el apeadero de Vera, ese que ahora muere en medio de una solana asesina, el rápido hacia la capital del Reyno, y allí pesquisar pensiones intermedias, fatigar posadas y posaderas y dedicarse, con un más amplio radio, al negocio del menudeo y la quincalla. Un sonoro resoplido de su esposa la yegua, deshízole por completo estos nudos oníricos. El amo esperaba.

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