30 de abril de 2014

Académicos de Lagado

Están /los nombres/, por consiguiente en lugar de las cosas y bastará con recordar las divertidas exageraciones de aquellos académicos de Lagado, en la isla de eufónico nombre, para entenderlo así por vía de caricatura. (Juan Nuño  se está refiriendo a la concepción reduccionista del lenguaje puesta en cuestión por la teoría de los nombres como designadores rígidos de Saul Kripke; en "Esto no tiene nombre"; yo lo cito únicamente por los mentados académicos. Aunque en el texto de Nuño se mencionan otros muchos nombres, y por supuesto Borges.)
 El otro proyecto era un plan para abolir por completo todas las palabras, cualesquiera que fuesen; y se defendía como una gran ventaja, tanto respecto de la salud como de la brevedad. Es evidente que cada palabra que hablamos supone, en cierto grado, una disminución de nuestros pulmones por corrosión, y, por lo tanto, contribuye a acortarnos la vida; en consecuencia, se ideó que, siendo las palabras simplemente los nombres de las cosas, sería más conveniente que cada persona llevase consigo todas aquellas cosas de que fuese necesario hablar en el asunto especial sobre que había de discurrir. Y este invento se hubiese implantado, ciertamente, con gran comodidad y ahorro de salud para los individuos, de no haber las mujeres, en consorcio con el vulgo y los ignorantes, amenazado con alzarse en rebelión si no se les dejaba en libertad de hablar con la lengua, al modo de sus antepasados; que a tales extremos llegó siempre el vulgo en su enemiga por la ciencia. Sin embargo, muchos de los más sabios y eruditos se adhirieron al nuevo método de expresarse por medio de cosas: lo que presenta como único inconveniente el de que cuando un hombre se ocupa en grandes y diversos asuntos se ve obligado, en proporción, a llevar a espaldas un gran talego de cosas, a menos que pueda pagar uno o dos robustos criados que le asistan. Yo he visto muchas veces a dos de estos sabios, casi abrumados por el peso de sus fardos, como van nuestros buhoneros, encontrarse en la calle, echar la carga a tierra, abrir los talegos y conversar durante una hora; y luego, meter los utensilios, ayudarse mutuamente a reasumir la carga y despedirse. (J. Swift, en el  conocido libro, valga la impropia descripción.)

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