26 de julio de 2012

Borrador, nada más (ya no; 28-08)

La materia y la conciencia: al hilo de la obra escultórica de Indalecio PérezEntrena

Siendo un poco atrevidos, podemos considerar que en el conjunto de su obra escultórica –un trabajo en marcha-  gobiernan, por un lado, la geometría, por el otro, las pasiones. Esta dualidad, tensión dialéctica, se manifiesta al modo de una constante visible a través de las distintas series en que el artista "clasifica" su trabajo. Pero no sería justo decirlo así. Esto es, que no cabe encasillamiento de las obras: puesto que la convergencia o tensión de fuerzas, del orden y de lo ilimitado, humano e inhumano, resulta capaz de unificar, como en un nivel superior, los diferentes temas tratados. Existe un sentido detrás de la diversidad, y éste se muestra a poco que se mire. La cosa pugna por aparecer en la representación, y lo logra. Lo mismo da que estemos delante de personas, de mitos o de arquitecturas. O ante uno de los poderes elementales: el aire... el viento y su origen. Se le conoce, a éste, tradicionalmente, como espíritu. Esto es, una fuerza viva que a sí misma se contiene y se informa, una materia dinámica desgarrada entre el orden y el impulso. Salvación, sí; pero exigencia máxima.

Hay proceso, sí, en las obras de cada serie; y progreso, pero no hacia una meta estipulada; y si hubiera que fijar un final, éste consistiría en apertura, en un no-final, en la denegación de un límite como espacio acotado del sentido. O habrá que pensar que ese final consiste, más bien, en la conciencia adquirida, no feliz del todo, del desgarramiento o la finitud. Por ejemplo, en la serie sobre el Minotauro, lo que aparece por último es la verdad humana, la reflexión que queda más allá de la vida y el empeño salvaje, como el precipitado de una experiencia en la cual se cifra el existir. Observemos que la verdad no se obtiene desde fuera o con astucias, a través de técnicas o métodos al uso. Basta con la reducción a lo humano. No es una verdad exenta de libertad, al contrario. Pero es una liberación interior, la emancipación que da el saber.

Por otra parte, se puede apreciar de un modo inmejorable la presencia de una voluntad irreductible, de una espontánea naturaleza opuesta a cualquier artificio, en Eris, de la serie de obras sobre el viento (donde vemos como la línea geométrica se pone al servicio de la música, del sonido, como su materia más pura, pitagórica). Consideramos que la individualidad, ¿en qué otra cosa podemos pensar confrontados con la hoja verde fijada en dirección contraria a la de la fuerza inhumana?, se dobla, pero no se ve radicalmente doblegada, sino que se muestra capaz de gestos contra corriente. Un gesto de oposición, de libertad: lo es –sostenemos- la reflexión que acaba "dando razón", disolviendo tanto los monstruos exteriores como, básicamente, los interiores, los que al modo de un sueño de la sinrazón van falseando el destino, el proceso de desarrollo y, ¿por qué no?, la sustancia de que estamos hechos.

A propósito de esto mismo, en el laberinto (hay otra serie escultórica en curso) se contiene la más precisa definición de la naturaleza del ser humano, el símbolo más poderoso de una condición que no viene dada más que como arrojamiento y obligación. Que la ayuda viniera de fuera, de algún hilo o dios, implicaría que el momento de la libertad es innecesario y que, finalmente, la vida no se determina como proyecto sino  como método, camino trazado y disponible. Hay plenitud, sentido humano, a pesar de todo, podemos afirmar. Ahí están las series correspondientes (Torsos, Francescas) para manifestarlo.


Debemos remarcar el lugar de la materia en la obra del escultor. Una materia dinámica, en absoluto muerta, volcada a formas y órdenes con los que entrará en una tensión a veces inestable, nada armónica. En la serie sobre el Gótico asistimos, de una manera más notoria quizás que en resto, a esa copresencia de materia y forma humana, tanto en la disposición estructural de las edificaciones (lo mismo que hay construcciones pintadas a lo largo de la historia del arte, las puede haber trasplantadas al régimen figurativo de la escultura; hasta llegar a convertir la construcción en antropomorfismo) como en el juego mismo de materia y espacios vacíos (huecos, pasos de la luz) en el que se patentiza definitivamente lo geométrico. Finalmente, el ser humano que edifica las catedrales no hace más que adorarse a sí mismo, en esta magnífica –por verdadera- reducción de la obra a signo humano.

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