18 de mayo de 2011

Epatar al buryuás

Hoy es el día internacional de los museos, dice la gente de la ti-bi. Se han programado diversas actividades, a las que acuden exaltados los ciudadanos clientes. Yo estoy esperando a que abra el bar. Sustancialmente. Todo me da igual, pero cuando miro hacia abajo ...

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He aquí, e vualá, el inicio de la Parte IV del Discours de la méthode de Cartesius. Sí, ésa, la que reciben entre aclamaciones y lágrimas de exultación mis alumnos cuando se la rezo (mis filósofos son mis dioses). Aún lloro a estas horas, supongo que ellos también, la finalización del temario de 2º de Bachillerato (más conocido como Preselectividad o Curso de Acceso a Estudios Insignes). Cuando se han léido las últimas palabras: "el tema de nuestro tiempo", en el texto homónimo de Ortega, cap. X, he de decir que se ha hecho un silencio sepulcral. Tanta era la desdicha. He aquí el texto, que no quiero prorrumpir en lágrimas:

No sé si debo hablaros de las primeras meditaciones que hice allí, pues son tan metafísicas y tan fuera de lo común, que quizá no gusten a todo el mundo [1]. Sin embargo, para que se pueda apreciar si los fundamentos que he tomado son bastante firmes, me veo en cierta manera obligado a decir algo de esas reflexiones. Tiempo ha que había advertido que, en lo tocante a las costumbres, es a veces necesario seguir opiniones que sabemos muy inciertas, como si fueran indudables, y esto se ha dicho ya en la parte anterior; pero, deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo de indagar la verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver si, después de hecho esto, no quedaría en mi creencia algo que fuera enteramente indudable. Así, puesto que los sentidos nos engañan, a las veces, quise suponer que no hay cosa alguna que sea tal y como ellos nos la presentan en la imaginación; y puesto que hay hombres que yerran al razonar, aun acerca de los más simples asuntos de geometría, y cometen paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error como otro cualquiera, y rechacé como falsas todas las razones que anteriormente había tenido por demostrativas; y, en fin, considerando que todos los pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas, que hasta entonces habían entrado en mi espíritu, no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.

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