14 de marzo de 2011

Milagro de la luz ausente

A solas, recostado en el sofá, a mil millas (cree) de la torpe compasión, un hombre al que siento cercano se angustia en silencio. Se angustia por nada, por nadie, por un fantasma. Quizás el parabrisas del coche, si saliera, estaría salpicado de gotas de lluvia. El parabrisas del coche, cuando sales, está salpicado de gotas de lluvia. Pero eso lo sabes únicamente cuando has decidido dar un rato de descanso a tu tormento. ¿No serás tú acaso de las almas atormentadas de Pavese, esas que no han dado ni para insectos de Praga? No, tú no estás deprimido. Lo que ocurre es que tú no bailas. No hay demonios, ideas plomíferas, que puedan resistir un paso de danza. En serio: tú no estás deprimido. Te corroe el gusano: el que a algunos atenaza cuando sienten hambre de inmortalidad, y ningún alimento que la sacie.

Pero no es ese gusano: la inmortalidad te resulta indiferente, si no está para registrar las gotas de lluvia o el retorno triunfal de los almendros. Qué aburrimiento, la idea de un paraíso, fuera de lo verde que alientan un instante los abrazos de los seres. Sin esperar (dulce carencia en todas las horas) no atino a comprender cuál puede ser el sentido de ese instante eternizado en que un ángel contempla a su dios como quien tiene un espejo muy grande en casa.

No es esa adocenada asamblea de sustancias inertes (almas salvadas) lo que te preocupa, si será o no será en el trasmundo, y cómo saldrás librado del juicio. La falta de certezas en todo aquello que piensas y padeces (?), el dolor y daño que produces (a tal punto que tu duda permanente pudiera reputarse de radical estupidez), este modo y manera que arrastras de devanarte los sesos, por nadas, por nadies y fantasmas es la única enfermedad que te aqueja.

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Por cierto: la camarera es muy guapa.

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