21 de enero de 2011

Climas, III

Yo voy paseando por la calle, ésta es una ciudad pequeña y ya nos vamos conociendo casi todos, pegado al muro que da al jardín de los ***. No va nadie por la calle, hace frío, hace tanto frío que me he animado a salir para no helarme. Miro el muro, si saltara un poco podría ver lo que hay dentro. Nada, supongo, en estas horas tan terribles de sol desaparecido y bajísimas temperaturas. Podría, igual que podría aproximar mi cara a las ventanas detrás de las cuales se adivina una calidez hogareña, y cientos de estufas encendidas. Lo haría si quisiera ganarme una inmediata fama de perdido (en el sentido de la razón). Pero no quiero, y no salto para ver por encima del muro los objetos solos en el jardín helado y oscuro. Atiendo, en lugar de eso, al silencio, solo puntuado en las calles por los escasos coches. El silencio no me habla. Un rumor me llega, no lo esperaba, desde el jardín. Una voz no sé si de hombre o de mujer, de niño o de anciano. Ni siquiera sé si la voz viene de este mundo (inútil pellizcarme). Yo pienso en este sonido articulado e ininteligible, y lo entiendo tan poco y lo identifico con el tiempo, pero no el atmosférico, sino el de los relojes.

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