27 de noviembre de 2010

La destrucción del tiempo (o del acto de fe de los dobles)

Yo no quiero ser ni la carne ni el rostro de la pesadumbre, apretar los labios y desesperarme entre las manos dejando que se desaten y me invadan los pensamientos muertos. A éste yo no lo quiero: pareciera que lo acaban de bajar de la cruz o que lo encaminan a ella. Yo soy, o quiero creer que soy, el otro, el que conduce su coche por la carretera que serpentea, una tarde de lluvia y él destemplado. No contempla la situación, mi yo deseado y alterno, con resabios místicos, sino más bien como un epicúreo de aldea. Considera que el mundo está bien y tiene bastante---

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Entre la música del pub (arrabales de mi villa) he perdido la memoria de la impresión del color (¿verde oscuro, intenso?) que han dado la lluvia y la luz nubosa a estas tierras, en efecto, no demasiado hermosas ni cuidadas. Diferentes sí, pero no bellas, si el canon del asunto lo tiene que otorgar la riqueza de la vegetación. (Escribo al dictado: según me dicen. ¿Por qué dejo de ser yo, justamente cuando más lo anuncio? Presunción que no cumple.)

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