9 de septiembre de 2010

La virtud de los inconstantes

Podría pensarse, en ese régimen, en una generalización de la coherencia que impidiese la aparición de los sentimientos de piedad. En tal asociación política, los ciudadanos devolverían aquello que se les ha dado (serían inevitables las interpretaciones descaradamente subjetivas y los conflictos subsiguientes). Quien hubiera padecido, quien se hubiera visto afectado, mejor dicho, por el bien ajeno, devolvería el bien con sus acciones. En la medida proporcionada, sin alegría y sin un gramo de más. En igual forma, quien hubiera sentido que sobre él se cernía el mal, obraría en justa correspondencia. Los ciudadanos de tal régimen entenderían, efectivamente, conducirse según las normas de la más estricta justicia, sin alegría y sin un gramo en exceso o en defecto, ya digo. Pero yo no querría vivir en un Estado así. Me explico. Conozco más, mucho más, las sombras que las luces, los errores que los aciertos. Si alguna vez encontré una verdad, no supe cómo. Seguro que no la merecía. Pero nunca, olvidado del mundo que estuviera, aceptaría renunciar a un incremento de los haberes: sé que pierdo cada vez, y esto seguramente irá empeorando, pero no me pongo en marcha si no es con la esperanza de ganar. Los seres inconstantes extraen, pienso, una buena conclusión práctica a partir de premisas teóricas seguramente equivocadas. Mil veces que perdiéramos, que cayéramos al suelo, saboreando las cenizas, mascando el abandono, otras tantas que diríamos sí a nuestra voluntad. Quizás no habita un dios entre nosotros, y puede que eso sea lo correcto. Sucede, sin embargo, que cada vez que establecemos en nuestro espíritu la firme resolución de devolver mal por mal, no mantenemos nuestra firmeza más allá de un par de horas; y jamás podríamos subsistir, sin sucumbir de manera irremediable a la repugnancia, en esa extraña sociedad, que dije al principio, de seres que han renunciado a la piedad. Aunque no hubiera un dios con nosotros. Una conducta incorrecta constante (eso nos debe de parecer, en el fondo, la táctica de dañar cuando nos dañan) nos tiene que provocar, a los olvidados, un rechazo invencible. Frente a unas reglas tales, de justicia insoportable, delante de esa intachable contabilidad moral, tanto más asimilable y humana nos tiene que parecer la política del olvido.

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