15 de julio de 2010

Quizás

Escribía yo en el otoño de 2008:

La caverna del doble
Los frutos amargos me retiraron al castillo interior: qué más puede pedir el inexistente, reducido de alma encarcelada y verdadera a la condición última de ghost in the machine. Poblé una de las salas del ala norte, allí donde nunca da el sol y el aire está muerto para siempre, de unos espejos que me hacen de compañeros. Las figuras que así me acompañan, tan frías y severas como yo, porque todos hemos venido a ser ramas secas del árbol caído, son las destinatarias de mis palabras. Forzando, además, un poco la voz, el sonido reflejado en la superficie me devuelve, sólo un poco debilitado, lo que yo comunico. Ellos, los espejos, y ellas, las figuras, sostienen lo mismo que yo. Así que estoy en lo cierto, en mi reino llamado Tautología.
 
Nunca me ha importado excesivamente recurrir al tópico, ni que mi pobre hypokeimenon me haya salido tan intertextual (cavernas, dobles, espejos). Tópicos, asimismo. Aun así, las "ramas secas del árbol caído" chirrían. Me imagino que presidía esa frase (nada más y nada menos) una intención irónica. No lo sé, lo he olvidado. Además, que me da igual. Chirrían, las palabras. (Titilan. Las estrellas.) Ramas muertas, debería haber escrito mejor. Puede ser. Puesto que los espejos de la estancia debían consagrar una soledad enloquecida y anticipadora (angustia, nada, muerte), esta imagen levemente diferente (las ramas muertas) podría adecuarse mejor a la intención seria del sueño contado. Porque además noviembre terminaba, el frío se adueñaba de las personas y de los objetos, y hasta los mismos espejos podrían desempeñarse mejor convirtiéndose en los arroyos de montaña donde se miran los narcisos pobres. Con idénticos efectos de extrañeza que la estancia onírica, si bien en un espacio abierto, rumoroso y romántico. Con el prestigio adecuado (un bosque decadente, un río, el tiempo).

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