6 de diciembre de 2009

Espejos a la vez que ventanas, autoficción

(El Amiel de Marañón)

El viajero ha pasado de visitar los museos, con arreglo al plan estipulado, a recorrer las calles de la ciudad. Mirando el interior de una casa, de cualquiera, es capaz de sorprender en lo particular lo universal. Así, en la anotación de un Diario, apartados de los grandes hombres y obras, volcados a la intrahistoria soterraña, podemos observar la verdad de una época y, más allá, la verdad de todas y de los seres humanos en general. El yo del diario (microespejo), ventana de la especie...

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Al héroe o genio histórico/cultural corresponde la obra memorable. A los demás, sobre todo a los venideros que no le han conocido en vida, no les corresponde otro papel que el de la admiración rendida, la humillación consiguiente y el mejoramiento que quizás venga de de una imitatio genii imposible. De tal señor, tal obra. En estas consideraciones cimeras piérdese casi toda la verdad, empero. Lo eterno pertenece a lo común, a ese interior doméstico entrevisto al azar del paseo: objetos, personas, gestos, palabras. Al consignarlo al cabo del día, sea como céntimos ganados o perdidos, al albur de la menor o mayor presencia de sombra en el ánimo que guía la mano que escribe, es capaz la obra humilde del ser común (pues solamente duplica en letra los nada memorables sucesos que ha visto o vivido) de ganarse una paradójica mayor verdad que la que obtiene el genio o héroe, justamente por la distancia inhumana que éste mantiene con respecto al sufrir mayoritario. Goethe no es Amiel, ventaja para este último. Parece estar sosteniendo Marañón.

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