30 de octubre de 2009

Glissage, II

No sabes cuándo empiezas a comportarte como los verbos latinos. La ruina se va aposentando en el lugar, los gestos dejan un resto de ceniza que se acumula, las palabras van orlando el odio. Qué decir del cuerpo, de su abandono: no que nosotros lo abandonemos, sino que él mismo se hace fuerte en su ansia de degenerar muelle y sin control. El cuerpo es mi gotoso, mi rico, o se lo cree y es lo mismo. Por lo demás, ha hecho un día magnífico de sol de octubre. ¿Qué ruinas se preparan -musitamos con temblor?

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El otro día conocí un cuento de Julio Cortázar, "La estación de la mano", incluido en La vuelta al día en 80 mundos. Vale la pena leerlo una segunda vez (la primera va de suyo) y considerar si no viene al pelo. A mí, la mano que viene, aparente extraña, a instaurar un tiempo de felicidad que rompe la rutina y que solamente es roto por ella, en cuanto las suspicacias afloran, me hace pensar en aquello que la nostalgia sabe vagamente decir: la salud, la alegría, el tiempo colmado, el amor que brota y cosas así. Pero "cosas", no. Porque el pensamiento de las cosas viene a dar fin al verbo carnal: así, la mano que acaricia es lo mismo que la palabra poética.

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