27 de enero de 2009

Economía social del uso de los cuerpos

Mucho más (qué mala suerte tener que emplear vagos cuantificadores!) que en otra cosa, es en las reacciones viscerales que nos producen los cuerpos, los ajenos y el nuestro, donde hemos de encontrar el fundamento de nuestra moralidad más común. De más está aclararlo en las relaciones eróticas, pero algo similar sucede en la amistad e incluso sería difícil soportar una relación intelectual entre seres que mutuamente se repugnan (en un sentido fisiológico).

Veo salir de aquí la ascética sacerdotal (los dioses son los siemprepuros, los del trascendente buen aroma) y otros asuntos menos deseables: el odio racial en un extremo, a partir de la falsa atribución del olor al color de la piel, y otras cosas no tan terribles, evidentemente, a las que ya nos hemos acostumbrado.

Así, por ejemplo, la indiferencia en las relaciones amorosas, cuando éstas dejaron hace tiempo de serlo, el autodesprecio que nos gana ciertos días, que no podría definirse de otra manera que como un asco de sí mismo, una incapacidad en general para establecer nuevas relaciones amistosas y eróticas, así como también una creciente comprensión hacie el comercio pagado de los cuerpos, aquello que es más infamante y como una contrahumanidad en lo deseable: la mujer que se entrega a la indignidad con el hombre que también se entrega, por encima -la nariz ya está acostumbrada- de esas barreras invisibles que son el olor y la mala impresión física.

Puesto que esta madera podrida nos constituye de abajo arriba, sin excluir los aleros del alma o sus desvanes, llenos de ratas y de ponzoña, no tendría que semejarnos tan incomprensible que la misma mística que pone al dios en infinitas alturas de pureza, consagre también la temible y odiosa vida corporal a la contemplación y trato de los pobres y enfermos, justamente aquéllos que suscitan mohínes de rechazo en los que blanquean las paredes de su casa y su alma sin excesivo coste. Esto requiere la transhumana vocación de un San Francisco, pero nosotros nos vamos haciendo ateos, denominando en esta caída "desesperación" a lo que representa una victoria progresivamente incontestable de la repugnancia. Pero yo no puedo pensar estas cosas. Sino otro que va conmigo y me atosiga cruelmente.

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Naturalmente que no se piensan en serio las cosas terribles que uno llega a escribir tan irreflexivamente; aunque también sea verdad que no se llegan a escribir las cosas que se piensan, por conveniencia social o por uno mismo, a causa de la moralidad enquistada. Lo dejamos así... no se llegan a escribir.

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Un convencimiento a vuelapluma (lo que debe ser cierto de los pájaros): la memez del pensamiento de la existencia del progreso, esta cosa conveniente para acabar con los dioses y seguir tirando como si nada, nos ha hecho dar por evidente que hay tal progreso hasta en el terreno de las humanidades: como si hubiera una comprensión de Descartes o de Nietzsche diferente de intentar repensarlos, de nuevo y como por primera vez. El pequeño y gran Kant zanjó este asunto: mundanalmente se filosofa; en las escuelas se enseña filosofía. Entonces, acaba produciéndose el abuso de que la cadena de maestros y discípulos académicos, subidos unos sobre los hombros de los otros, se vende a la opinión pública como si en la idea misma se progresara, y así hubiera de existir una interpretación más moderna y adecuada del texto filosófico. Para nada.

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