21 de noviembre de 2008

No quiero para mí...

... ni oro ni halagos: mi pobreza (no necesidad) me hace autosuficiente, de la misma manera que mi autosuficiencia me hace vivir pobre, en mi alma y con los míos. Los sonidos incidentales constituyen la riqueza de mis tardes, también la música que ponen las hojas de los árboles o el sufrimiento de los cuerpos viejos conducidos por los niños. Para el que no quiere, todo es: porque se presenta.

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Porque ha sucedido para los ojos (ser, brillo) quiere la lengua decirlo y no sabe. La palabra viene del pensamiento y la manía que clasifica: no habrá de extrañar que mis significados sean torpes, si tienen que ser rastreados entre los signos. Lo que vivo es común, de mi existir neutro y blanco, duro y blando, contradictorio. Busca pues mi vivir, pensando que soy tan mudo y sabio (qué más quisiera) como mis ancestros que no he olvidado. Si quieres; si no, déjalo.

Ser, sí. Ser entre tantos, odiando conocerme como parte de un conjunto, intercambiable. Solamente con facetas olvidables. Pero debí pecar yo primero, buscando entre todas la mujer, cual idea que se hace carne. Olvidándome yo que es triste y mortal, también culpable. Que el alma es una trampa del lenguaje, el cebo para andar los pasos. Así se hace bella, la inexistente, supuesta en la gracia o la sonrisa.

(Entiendo que me salva lo irónico. Digo yo porque es lo que no soy. Yo no soy un yo. Me gusta lo blanco y neutro, una habitación blanca, no muy grande y con ventanas. La luz sí, siempre. También su falta, para poderle yo dar imágenes a la noche, cuando estoy muy solo y miro a la calle y oigo las voces inconscientes de la inocencia. Si supieran...)

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