27 de octubre de 2008

No deseaba...

... ni cuerpo, ni honor ni texto---

Lenguaje sin persona, alegre saber de los nadies---

...

Ocurre que la acción -la obra en general; como idea de cualquier obra que nos propusiéramos- nos tiene que avergonzar.

Aunque para confesarlo se necesita experiencia.

El hecho sucede: primero el compromiso, luego la inacción. El contento de uno mismo, por último. La vida no tiene sentido---

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¿Por qué se ha de ceder al chantaje? ¿Se ha renunciado a la idea de ser morales... frente a los gobiernos?

Conformismo a su pesar: subsumir la pequeña concesión propia en la maldad universal. Mi flaqueza la confieso, pero ¿qué son mis actos particulares comparados con el mal del sistema?, nos preguntamos… y ya nos estamos respondiendo en esta retórica moral tan acostumbrada---

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Pequeñas debilidades: creer que en las hemerotecas abiertas está el conocimiento, o parte de él; sobre todo la posibilidad de un conocimiento histórico extendido; la posibilidad, por lo tanto, de unas gentes cultivadas que han dejado de ser masas de clientes, al decidir ilustrarse.

Las portadas de La vanguardia, del 18 y 19 de julio de 1936, no se ocupan con las noticias de los militares rebeldes. De repente, el periódico no se publica en los dos días sucesivos, por causa de los acontecimientos. Al día siguiente, 22 de julio, la portada la ocupa la derrota del intento en Barcelona y la captura de los jefes, Goded y otros. Mirando por encima, he tenido la impresión de que nadie veía la catástrofe.

Nota: me doy cuenta de que la prisa [la mía, al leer] no es buena consejera. Que la censura tuvo que intervenir. Pero sigo pensando que no se vio la catástrofe sino, todo lo más, el cariz grave de las cosas, los asesinatos de Castillo y Calvo Sotelo presentes.

Ya sé que esperar de (en) la ilustración es de ingenuos. Ahora se cree en el progreso, algo totalmente distinto: consistente nada más que en dejarse llevar, creyendo en nada. Ni siquiera cínicos. Estúpidos dejados, por sí mismos, a los vientos.

Otra pequeña debilidad: pensar que la letra autógrafa, la letra de la mano de uno, tiene los días contados: que no se aprenderá a escribir, tan imperfecta y bellamente (mi letra no, que es fea como yo), con los dedos temblorosos de uno sujetando un lápiz mágico. Se aprenderá en un pequeño artefacto con teclado y colores de juguete para niños. Un jugar serio, del que esperemos que no se marche el temblor.

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