31 de octubre de 2008

Estuve demasiado tiempo...

... fiándome de la certeza de las sombras y de los ecos, creyendo que esas figuraciones eran las ideas. El viento que entraba por la puerta lejana movía de vez en cuando el fuego de detrás. Claro que yo, entonces, no sabía de la existencia de la puerta ni del fuego ni, evidentemente, manejaba un vocabulario tan esclarecedor como éste de ahora. Yo solamente veía lo que tenía delante; ahora sé que mi función consiste en intuir ideas.

Intuir, ver por dentro. Encerrado en prejuicios y trampas del lenguaje estaba, sin embargo, volcado al mundo, aunque éste fuera falso y mi alma tuviera que enredarse en caminos de mentiras.

Con el milagro de liberarme, nunca supe por quién, pude ir viendo con dificultad a los que me habían estado engañando (aunque todavía no creía que se trataba de un engaño y nada más) y sus artificios: observé los muñecos que proyectaban sobre la pared su sombra irreal, tal como si los manipuladores estuvieran entregando muertos a los muertos, dando alimento de sombras a las pobres sombras de aquel infierno sin luz autónoma.

Oía las palabras que proferían ellos al cruzar, en un circuito de idea y vuelta en sus pasos, sin sentido otro que el de engañarnos a nosotros los esclavos, pero sin que a este último engaño pudiera encontrarsele un significado más profundo. Las palabras también eran muñecos de verdaderas palabras, y su maldad, el veneno que instilaban en el oído, todavía mayor que la perfidia de las sombras que equivocaban a nuestros pobres ojos. Los sonidos de serpiente me habían hecho amigo de los injustos y enemigo de los buenos, pudriendo por dentro mi alma de contradicción, si yo también tenía que odiar la bondad en mí y amar lo que me destruía.

Pero ¿quién era el que había puesto el fuego allí, facilitando el discurrir engrasado de la máquina mentirosa? Oscilaba, y esto es que no debía consistir en verdadero fuego eternamente igual a sí mismo, fuego inteligible, puro y racional, sino que se limitaba a ser una triste lumbre sin alegría, una sombra de fuego que nos convenía a nosotros, los internos que vivían como muertos e impuros.

Mi función en el mundo consiste en contemplar ideas, me digo continuamente a mí mismo y a los que me escuchan. No ha de ser raro que mi conducta incomode y que vaya teniendo más enemigos que adeptos. Entiendo que a nadie le gusta que dirija la linterna a sus ojos, que les ciegue y que luego les invite a ver por su cuenta, examinando, con su inteligencia sola vuelta hacia adentro, qué es aquello que queda cuando nos hemos ido desprendiendo de lo falso, sustituyendo como quien dice la idolatría por la ortodoxia y el politeísmo pagano por un dogmatismo racional. Ya os digo que trinitario, pues de mi examen sólo han de quedar en pie tres cosas; aparte de mi conciencia menesterosa que se satisface en prácticas provisionalidades regulativas.

Pero, ¡qué asombro que las ideas vayan siendo tan raras! No me esperaba yo esto después del esfuerzo. Así que he tenido que volver a sospechar fuera. Soñaba dentro, pues el engaño de que era víctima en nada se distingue de los sortilegios de un espíritu nefasto, y creo ahora que sueño fuera, de nuevo. Creo, porque he vuelto otra vez a pensar que nada sé, que no he mirado bastante en mi interior o que los movimientos de mi cuerpo y alma no fueron lo bastante enérgicos para convertirme a la verdad por entero, quizás por culpa del encierro que había terminado por restar flexibilidad a mis músculos. Tan mala es la costumbre que acaba por sustituir a la naturaleza verdadera, tanto que la ignorancia y la injusticia que en la oscuridad reinaban se habían convertido en la verdadera condición de la ciudad atroz e insolidaria.

Sospecho de aquellas ideas que parece que vienen puras. En su misma superficie encuentro arrugas, signo de una interna mendacidad---

1 comentario:

Egoficción dijo...

Los platónicos siempre dudaréis (¿dudaremos?) de volver a empezar o de continuar heroicamente el camino errado ya comenzado.

Sé que te gusta: Desacrtes era un platónico más sofisticado y menos pretencioso. La paloma platónica es ya en él un triste pero saltarino gorrión.