7 de junio de 2007

Apuntes del tiempo pasado

En 1984 tomé un par de decisiones que demostraban mi capacidad de ver provechosamente el futuro: estudiar Filosofía en la ciudad de G., y regalar una edición del Tao Te Ching (en la colección por entregas de la editorial Orbis, de libros de Historia del pensamiento -encuadernados en azul-, que se acompañaban de un fascículo con textos de José María Valverde y no sé si de otros especialistas) a una compañera del primero nocturno, morena y de mi misma provincia (circunstancias que yo pensaba que debían figurar en cualquier relación), con cierta intención no del todo clara (el regalo), y con un fracaso rotundo (que esto sí fue claro). Si mi joven quiso enterarse de los entresijos del clásico chino leyendo la introducción de Carmelo Elorduy, es fácil que aprendiera a odiarme y también al sabio. No digo que no sea verdadero lo que dice el editor (yo no soy capaz de apreciar eso): sólo digo que el papel del libro (un ejemplar idéntico lo saqué hace poco de la Biblioteca de A.) y yo hemos amarilleado, pero que el Tao sigue siendo eterno, inmemorial y joven.

Como dice C. Elorduy, debemos considerar los capítulos del libro de Lao Tse a la manera de esquemas de lecciones. Entonces, se me permitirá referirme a una situación en la que dos personas se necesitan por mor de un tercero, libres o necesarios sus actos, divinos* o humanos.

Sea lo que sea lo que esto signifique.

*Entiendo por el término "divino" el error o la falta, (en general) todo lo que me rebasa, mucho más que lo que soy capaz de percibir: el agua de la acequia a ambos lados del camino por el que voy, la hierba que la necesita y que me obstaculiza el paso. "Divino" es lo que me limita y a lo que me entrego: la memoria si me falla, el amor si no lo tengo, mi muerte (y toco madera), el ser agradecido a los actos y a las sonrisas, y poder (pero yo soy demasiado débil) estimar el dolor como un fruto más del día.

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