25 de mayo de 2007

La obligación...

... de contestar.

Alguien ha tenido una conversación con los libros y tiene que referirla. Una vez que los libros se han retirado a descansar.

Pero es mi conversador un irresponsable, poco dispuesto a endurecer su conocimiento y aportar pruebas de lo que entiende.

***

(Lao Tse)

Sin comprender del todo las objeciones, sin comprender casi nada a Lao Tse... Sin comprender...

Identificando (yo) el saber taoísta con el silencio, se pregunta por el alcance de esa identidad, cuestionando el valor de uno de los términos de la ecuación; es decir, el valor del silencio, su equiparación o no con el "sentido de las palabras" (la facultad del lenguaje) o con todos los sentidos (el cuerpo) humanos.

No obstante, no me atrevería yo a limitar las palabras a un "sentido" (una disposición, particular entre otras, de la humanidad): se trataría, más bien (pienso), de la razón humana, de su plenitud, real o potencial (eso no importa, ni lo vamos a conocer; la perfección es un ideal, nombrado como Dios). Por ese motivo, también creo que tendríamos que cuestionar (si a eso vamos) la definición de saber con la que vamos a jugar.

Me contentaría con definir un saber como aquel desarrollo de la inteligencia que genera un perfeccionamiento de los seres humanos: de origen y efectos sociales, debe, sin embargo, representar la obligación de todo ser humano que viene al mundo. De ahí que valga tanto la tradición (las respuestas alcanzadas) como la novedad (las alcanzables). Me tendrás que reconocer que no estás delante de un valor que cotice al alza: provoca inquietud, infelicidad y da dolor de cabeza, en tanto político que soy sé que resta votos... (Aficionado también a la ironía, los votos no deben importarme demasiado; más bien debería preocuparme su exceso.)

Un saber así comporta un conjunto de proposiciones, abierto, limitado, falible... Mi saber no quiere ni puede ser dogmático, ni yo tampoco deseo que tenga esas tentaciones (propias de científicos y de políticos profesionales). Reduciendo todo lo posible el conjunto (de las proposiciones), adelgazando lo que decimos, los errores tienden a ir a cero.

Aunque, seguramente, también el saber se aminora: hacia esa totalidad inmediata de ser y nada (casi el mismo vacío) que desencadena, al mismo tiempo, el proceso hegeliano del espíritu y la conciencia (su explicación temporal y eterna) y la palabra del poeta (el descubrimiento del mundo, su verdad contenida, vuelta en un asombro). En ese desorden, que bulle de nada y de ser, todo está, el silencio y la palabra, la riqueza de la mirada y de la caricia, en las que el cuerpo se abandona y nace el hombre; como también el ruido y la ceguera que produce el hablar demasiado alto, la vanidad y las ambiciones.

El conjunto de máscaras de que se va poblando la vida social va dificultando progresivamente la visión de lo más esencial. Pero lo más esencial tiene que ser también dicho. No pertenece a los primeros días del mundo indiviso y potencial, sino a lo que van diciendo y pensando los seres humanos (la poesía y verdad goethianas, la repetición enteramente humana, imperfecta, de la divina creación). De esa manera, lo que sabemos es nuestro lenguaje, nada más y nada menos. La mirada y la caricia estaban ahí, pero nada más que como la belleza del mundo que pide ardientemente la obligación de que alguien la muestre, que alguien sienta esa obligación.

[Como epígonos de Nietzsche (todos nosotros, el gremio decaído de los filósofos nocturnales), aceptamos el primer día que la verdad era mujer: por esa razón somos interesadamente occidentales, porque somos enemigos de las cosas encubiertas.]

Aunque seguramente no he respondido. Ni acerca de Kierkegaard. ¿O sí, de algún modo? (Johannes de Silentio)

Realmente no pienso que Lao Tse estimara demasiado la humanidad: dejó sus proposiciones en la frontera. Para la memoria de los hombres futuros.

***

Aquella vez que nos sentimos humillados pudimos regresar de la vergüenza dándole la vuelta a la situación: hemos caído en el fango, algo que conoce exactamente el que lo sufre. Eso significa que no nos habíamos creído demasiado arriba. Sólo después viene un modesto orgullo -rencor, quizás- que no va tanto con nosotros sino con las obligaciones contraídas tiempo atrás con los padres.

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