3 de marzo de 2007

Noches

Buena parte de los sueños nocturnos son de una vulgaridad que tendría que asustarnos. Contienen elementos de la vida diaria, de lo que hemos hecho, de lo que hemos ido oyendo o lo que nos han contado privadamente, de nuestras propias imaginaciones de la mañana -igual que si la noche no se hubiera ido del todo. Debería preocuparnos esa repetición de lo normal en el territorio de lo extraordinario, de la suspensión nocturna de la conciencia y la responsabilidad que románticamente (es decir, cuando la industrialización se había adueñado ya de todo y se fueron las esperanzas) se denominó libertad (genio, autenticidad, creatividad, vanguardia, modernidad...). Debería preocupar que al final del camino sólo se encuentre un espejo y que no haya forma de entender lo que pasa.

(V. gr.)

Las historias de la noche transcurren con una vivacidad horrible. Sabía que un conocido se tenía que operar, la gravedad de su situación y las posibilidades de que surgieran complicaciones. El ajetreo del día, mis propias ocupaciones y obsesiones, me habían hecho olvidar sus lamentables circunstancias y la piedad a la que nos debe mover el dolor de nuestros conciudadanos (y hermanos). Se me había perdido, junto con su dolor mortal, su rostro, o no quería tenerlo conmigo, y para eso me habían servido mis propios pequeños asuntos de ir tirando y gastando malamente el tiempo. Así era, hasta que de repente se me acercaron sus familiares más cercanos, enlutados y llorosos, como si el acontecimiento acabara de pasar. Yo no sé si acertaba a sentirme culpable de su muerte por haberme olvidado de él durante un tiempo, aunque sí responsable de no haber preguntado cómo había ido la operación. Tampoco quería creerme que hubiera muerto, aunque era una cosa que podía esperarse. Musitando, casi por gestos, con palabras muy indirectas que dije al hermano, me aseguré de lo que había ocurrido. A una parte posterior de mi pesadilla (nightmare) le corresponde la idea de que yo fuera culpable de dos muertes, por dejadez, egoísmo o pura estupidez: las de los padres. Hasta en los peores sueños uno tiene que pedir que Dios se apiade de su alma.

***

Me doy cuenta de que no hay vulgaridad, sino horror. No sé si atribuirlo a la conciencia.

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