26 de diciembre de 2006

Oriente/Occidente

Yo vi nacer una ciudad, a resguardo de las leyes y de los hombres encargados. La había conocido antes, de niño y de joven, cuando todavía vivían mis padres. Había recorrido las calles tranquilas. Sus habitantes residían en casas vetustas, de un señorío decadente, impostado. A esas casas yo no tenía entrada. Podía creer, hoy lo pienso aún, que las ventanas eran ojos vigilantes.

Las ciudades también surgen de la tierra, porque llegan los hombres y las mujeres y conciertan sus obligaciones; a la fuerza, alternando la risa con el crimen, trayendo la fiesta, los gritos, la música, derribando las casas viejas, si es preciso. Para construir otras nuevas en la vista, dentadura mellada y decrépita, de las calles en su perspectiva muerta. Conocí esto en una época mía de sombra, solitaria: acompañado del ruido, podía estar en mí (aunque no demasiado tiempo). Sentía que me faltaba el lenguaje para ver las rarezas con que me tropezaba, los rostros oscuros, las voces diferentes, extrañas. Sólo el sonido de los juegos de los niños me era familiar. Por eso podía sonreír. Mi amor era más grande que mis dudas. Esperaba que vinieran las palabras ajustadas, porque las ciudades nacientes hablan de un modo nuevo, fundiendo las caras y los usos, dentro de lo que me gusta imaginar como una corriente poética: un discurso humilde que administra las ganancias a los dioses, el sentido del tiempo, de la muerte y de los sueños. No se puede querer más (para mí es un tesoro, la Promesa), pero hace falta que un regalo inconcebible sea efectuado. Pero nunca, de lo que viene de arriba, de otro sitio, de abajo (¿por qué no?), obtienen los hombres certezas.

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