15 de octubre de 2006

Mar de fondo, abismos

Un viajante de comercio tendría poco de qué admirarse en sus paseos: yo soy un viajante de comercio.
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Parte de la obligación de una sociedad consiste en la tarea de intentar volver felices a sus ciudadanos. Se trataría de forzar, inadvertidamente, una conversión postreligiosa: reiterando el mantra de querer las propias acciones de uno, se ganaría la real posibilidad de una aceptación entera de la situación social en la que se está encuadrado. Por muy bajo en la escala del desprecio que esté el habitante de la urbe en el curso de sus empeños cotidianos, la creencia en la perfección del propio trabajo (de barrendero, según Luther King ¿?), unida al prestigio de la etiqueta de ciudadano, que tan graciosamente se concede, debe de conducir, en pocos días, a la ecuación de alegría y felicidad, sin la cual no está dada la segunda.
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Pero la alegría no es la felicidad, aunque ésta sí sea la primera. Un estado de alegría puede ser falso de pleno, como cuando se limita a estar sentada en un sillón, mirando el espectáculo y felicitándose de que por fin no hay dioses. En cambio, la conciencia que reflexiona acerca de bienes y males, sobre la desproporción entre sentido y realidad, hendiendo en los signos o suturándolos, puede, en el mejor de los casos y a través del saber arduamente conseguido, entroncar con la definición clásica de la alegría, aquélla que no procede por la identificación inmediata con un estado o pasión del sujeto, sino que la basa en la acción, en el incremento de perfección que produce. Esta acción es lo mismo teórica que práctica, envolviendo por igual mente y cuerpo (cerebro). No tiene por qué afirmar los hechos, pues negándolos, si es que el pensamiento mantiene como uno de sus trabajos el de la denegación de los límites, se afirma a sí misma, es decir, al hombre, que entonces sí se merece el título de habitante de la ciudad, pues ha logrado su dignidad en la práctica de la reflexión.

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