30 de agosto de 2006

Duties

Separados del grupo, del espacio parco de la ciudad -ahí teníamos miradores excelentes-, empezamos a desplazarnos por los alrededores. Así salimos del agua fresca, de la sombra y una tranquila amistad que era la misma de todos los años. Quien no teme al calor es capaz de inventar lenguas, como sabéis: le basta con dar un nuevo acento a las palabras usadas, que al final acaban sonando distinto y siendo palabras diferentes. También puede convencer a algunos otros y comenzar a edificar una nueva ciudad no demasiado lejana del emplazamiento de la suya, la primera. Todavía no es un héroe, sino alguien que se ha atrevido a dar un paso más: se convertirá en un héroe o semidiós cuando empiece a trabajar el sentido del olvido, puesto que el vocabulario de la nueva lengua se enriquece, pero no pasa lo mismo con la memoria. Nace así, con la ambición mayor, un prestigio nuevo y, con él, el sentido para establecer diferencias. Esto viene a la conciencia, que no puede evitar sorprenderse, al creer que algo mágico se encierra en todas esas novedades: nuevo hogar, otra lengua, y un olfato para la distinción que tiene que satisfacerse en objetos de lujo, en lo que es sólo mío, tan exclusivo que sólo es para mostrarlo en la trastienda y a quien yo quiero. Luego, lo guardo de nuevo: para disfrutarlo en soledad, ese espejo de mi propio valor, infinito y sediento. El azar podrá cruzar el camino, si no se trata del mismo anhelo por salir del poblado de siempre, con el de aquél que traza signos en una piedra y conoce que ahí, en ese gesto, puede encontrase alguna utilidad. Quizá la de narrar lo que se le resiste a la memoria una vez que el gusto por los viajes se ha puesto en marcha. Esto es, una vez que el animal tranquilo conoce su dignidad de fundador de ciudades: las obligaciones políticas procederán de los intentos logrados de domesticación del espacio. Dentro de esos límites somos libres, pues las barreras nos pertenecen -la cerca de la ciudad constriñe tanto como la cadena en el cuello, o el reloj de oro-, y tampoco se nos ocurre pedir más, al saber que somos mortales. Se trata de algo que no ignora el ambicioso, pero que se atreve a recordárselo el humilde escriba.

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